sábado, 4 de septiembre de 2010

Las manos del Alfarero

Mi abuelo Manolo era alfarero. Mi madre dice que mis manos son idénticas a las de él. Me lo repite cada vez que me ve morderme las uñas o arrastrar un padrastro. Me coge las manos, las acaricia y se queda callada un momento, luego suspira. Mi abuela hacía lo mismo.

No recuerdo sus manos. Tenía tan solo cinco años cuando murió. Demasiado pronto. Diecisiete años en las cárceles franquistas le pasaron una factura muy elevada.

Lo recuerdo sentado en el sillón, o llevándome al Paseo o al Tejar del tito Manolo y me explicaba como trabajaba un alfarero, mientras mi tío, sentado a la rueda, hacía un cántaro o un botijo.

Recuerdo cuando me llevó a la tienda de Antonio Sánchez para comprarme una guitarra, que luego yo destrocé usándola como batería. O cuando nos pelaba un paquete de pipas y nos las dejaba limpias para que ni mis hermanas ni yo nos atragantáramos con las cáscaras.

Lo recuerdo sentado en un saco de patatas en la tienda de mi abuela, o en el zaguán, mientras Guillermo el barbero le cortaba el pelo y pretendía convencerme para que yo me lo cortara también, con el vano argumento de que si a él no le dolía a mi tampoco.


Nos recuerdo a los dos, detrás del balcón, viendo, a través del cristal, pasar gritando las máscaras en carnaval, que se escondían en los portales mientras los municipales corrían tras ellas.

Lo recuerdo hablando con Don Gabriel, el cura, en ocasiones en voz baja. Lo recuerdo callado, pensativo, mientras sacaba el pañuelo y se lo pasaba para limpiar los restos de ese resfriado que siempre le acompañaba.

Recuerdo cuando, después de un paseo, me daba un poco de agua y la forma tan peculiar que tenía de enjuagar el vaso.

Lo recuerdo jugando al ajedrez en el Colón, o salir a avisarlo para que fuera al Bar corriendo porque "El Flamenco" estaba cantando.

Lo recuerdo enfermo, mientras mi madre le curaba las heridas que la mala circulación le producía en las piernas. O cuando llamaban a don Manuel Cabrilla, el médico, porque estaba muy malo. O cuando le pinchaban algo en el brazo en una de sus crisis.

Recuerdo una Nochebuena que cenamos todos con él en su dormitorio. O las tardes de Domingo que pasábamos todos alrededor de su cama. Mi padre enseñándome a jugar al ajedrez y él ayudándome con los movimientos.

Recuerdo otra tarde en que los dos nos dedicamos a clavar unos dardos en el postigo de la ventana sin que nos viera la abuela, para evitar la reprimenda. Recuerdo su sonrisa un día de Reyes cuando nos regalaron las bicicletas.

Lo recuerdo sentado en la puerta de la calle una noche de verano, tomando el fresco, viendo pasar la gente, cogiendo una pequeña salamanquesa entre los dedos y, a pesar de mis quejas, dejarla ir libre y, sobretodo, viva.

Recuerdo la alegría de la llegada de mi primo recien nacido para que él pudiera verlo, y, dos días después, la tristeza de una casa en una tarde gris de septiembre.

Son mis recuerdos de niño, pero no son los únicos. Tengo otros. Mi abuela se encargó de trasmitírnoslos. En su ausencia nos lo hizo presente. Primero, en los años malos, a sus hijos y a ella misma, y luego a los nietos. Tanto es así que todavía lo sentimos con nosotros.


No soy alfarero, pero tengo las manos de uno. Mi abuelo. A veces las miro y me acuerdo de él y de todo lo que me enseñó  a  través de mi abuela.

Hoy hubiera cumplido cien años.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo recuerdo cuando se sentaba delante del escritorio que había en el piso de arriba, y se pasaba la tarde cortando folios en blanco en cuartillas y estas a su vez en pequeños rectángulos. Más tarde supe, en una de esas charlas en que lo recordabamos, una de tantas, que servian para hacer rifas en la tienda. Muchas veces cuando parto un folio con su técnica me acuerdo de él ......... Yo apenas tendría tres años

Ana dijo...

Manos de alfarero, mente de artista y un corazón enorme.

jrubio49 dijo...

La imagen que yo tengo de Manolo es la de un hombre íntegro, derrotado sólo físicamente, capaz de transmitir una inmensa bondad por todos sus poros, que imprimían un color a su piel a través de la que se percibía el enorme sufrimiento al que había sido sometido durante los años de ignominia. Su voz pausada y tranquila transmitía siempre la sabiduría que se alcanza con una vida llena de compromiso e ideales. De las personas que he conocido en mi vida Manolo Matencio es el paradigma de la bonhomía.

Antonio Aguilera N dijo...

Con esas manos de alfarero y las nuevas tecnologías puedes modelar sobre el teclado las mágicas piezas que salen de tu cabeza.

Felicidades por la iniciativa, larga vida.

chiqui requena dijo...

ole y ole...q caña .si señor!!
un besazo

Anónimo dijo...

Muy bien escrito.

ARS.

Anónimo dijo...

gracias a tus palabras, tu abuelo vive

Antonio Manuel