martes, 3 de abril de 2012

Los roscos de la Saluíta

Volver a Posadas en los setenta, desde Cazorla, era una odisea. Tomábamos un autobús que nos llevaba a Úbeda, allí esperábamos para subirnos a otro que nos llevaría a Córdoba, donde nos recogerían finalmente el Tito Jose o alguien enviado por la abuela, generalmente Manolito el taxista, con su flamante Chrysler 180, para llegar al pueblo. Volvíamos dos o tres veces al año. Navidad y verano, y, si se podía, en Semana Santa, que para mí era el regreso más especial. 

En el viaje, distintos hitos lo iban aligerando. Canena, Úbeda, Andujar, El Carpio, Córdoba, el Castillo de Almodóvar. Por fin Posadas. Pasábamos por el Tejar, primero. Mira la prima Maruja! – decía mi madre, y a cada metro los hitos empezaban a tener vida, eran personas. ¡Mira el primo Manolo! ¡Hay que ver como está fulano! ¿aquella es tu tía? 

Desde el otro lado la expectativa también es grande ¿viene la niña este año? ¿Ha llegado la prima? Esta año no, no toca. O, - si que viene, llega el sábado con los niños y el miércoles llegará Luis. Las mismas ganas de verte que de verlos. 

Y el regreso traía el encuentro. Los primos, las titas, la abuela Josefa, la abuela Salud, la Chacha y el Chacho, los  amigos, las vecinas. Y también con aquellos otros que también se fueron de su tierra y regresan, lo mismo que tú, cuando pueden, a estar con los suyos. 

Al final embocábamos la Calle Gaitán, dejando atrás el Paseo, que en primavera desprendía el olor inconfundible de los naranjos en flor. El primer olor que iría llenando mi memoria durante toda la semana. 

El olor que desprende una túnica recién planchada. El de la cera retirada con un papel de estraza apretado contra el metal caliente. La misma cera del año anterior desprendida al limpiar un candelabro o un cirial en la ermita de Jesús. El olor de la greda preparada para recibir y aguantar las flores de los pasos de "los Moraos". O el aroma del romero recién cogido que serviría de alfombra a los pies del Nazareno. 

Olores intensos, como el incienso para la procesión o el barniz para los pasos. El aguarrás para limpiar las brochas o el del pulimento para los dorados y plateados. 

El olor a tierra mojada que traía los malos presagios para los días grandes, que luego nos daba la tregua suficiente para disfrutar de la cofradía en la calle. El olor del cuero de los cinturones de esparto. El olor a esparto. El olor del pabilo del cirio al encenderse. Y al apagarse. 

Y el olor a comida. El olor reinante a Bacalao. Bacalao con tomate, arroz con bacalao, bacalao frito. En algún momento del día bacalao. Solo de mayor lo he empezado a valorar como se merece. 

Y el olor a la canela en las manos de mi abuela. Esas manos tan grandes, deformadas por la artrosis, tan trabajadas y trabajadoras, que aunque pareciera imposible, eran capaces de darte las caricias más dulces, y más, cuando al hacerlo, te impregnaba el olor a pestiños, a magdalenas o a roscos. 

¡Ay, los roscos! Voy a hacer cuatro huevos- decía, y preparaba una olla de la que íbamos sacando jugo hasta el Domingo de Resurrección. Nosotros y las visitas, que en esa casa siempre fueron muchas y bien recibidas. 

No me he atrevido ni con las magdalenas ni con los pestiños. Todavía. Con los roscos, si. 

Lo primero que hago, aunque tengo la receta escrita, es hablar siempre con mi madre para que me la vaya contando. Luego digo: “Este años solo voy a hacer dos huevos”. Sonrío. Preparo los ingredientes como el que inicia un rito del pasado. 

Para dos huevos: Doce cucharadas aceite frito con cáscara de limón y frío. Doce cucharadas de leche. Un cuarto de azúcar. Una cucharada de matalahúga. Una cucharada de ajonjolí. Una pizca de sal. Una cucharadita de canela. Una cucharadita rasa de bicarbonato. La raspadura de un limón. Y harina, la que admita (entre tres cuartos y un kilo aproximadamente). 

Los roscos los hago siempre por la tarde. Previamente, por la mañana, preparo el aceite de oliva frito con la piel del limón, para dejarlo enfriar y esté listo luego.

También preparo una mezcla de azúcar y canela con la que iré embadurnado los roscos una vez fritos. 

Comienzo separando las claras de las yemas. A las yemas batidas le pongo el aceite frito y frío, la leche, el azúcar, la matalahúga, el ajonjolí, la pizca de sal, la cucharadita de canela, el bicarbonato y la raspadura de limón. Una vez bien mezclado, le añado las claras a punto de nieve. 

A esta mezcla le voy echando harina hasta que admita (alrededor de tres cuartos de kilo), de forma que nos quede una masa que se quede pegada aún al cacharro donde la hemos preparado, y que no se despegue con facilidad de las manos. 


Una vez que está la masa preparada, nos mojamos las manos en aceite crudo y tomamos una pequeña cantidad para darle forma hasta que “parezca un rosco”, y lo echamos al aceite que ha de estar bien caliente. Una vez frito lo colocamos en una superficie plana, lo dejamos enfriar un poco y lo embadurnamos de azúcar y canela. 

De chico, pasaba por la cocina y, furtivamente, tomaba dos o tres. “!No comas más que te va a doler la barriga, chiquillo¡ ¡Espérate a que se enfríen¡ ¡Ni uno más, ¿te has enterado? Ni uno más!”. Al final no me dolía la barriga, aunque hubieran caído cinco o seis de los calientes y a pesar de que luego cayeran cinco o seis de los fríos. 

Comienzo a cogerle el punto, aunque es difícil superar los que mi abuela hacía. Los míos pueden tener la presencia, el tamaño, la textura y el sabor sobresalientes, pero les falta algo. Nos falta ella. Lo mejor es que, como tantas otras cosas, estos roscos también nos traen su recuerdo. 

¡Que aproveche!