jueves, 26 de julio de 2012

Llegar a casa

Girar la llave, abrir la puerta y llegar a casa. Lo justo para ver como se le abrían los ojos, tocándolo todo, asombrándose con el nuevo espacio, investigando, descubriendo. Poco más, vencido por el cansancio, fue directo a la cama, a descansar.

El día había empezado tempranísimo. Ana debía estar pronto en la embajada para firmar la solicitud del visado de entrada. Nos levantamos temprano, desayunamos temprano, preparamos la maleta temprano, debíamos dejar la habitación temprano y desde muy temprano estábamos esperando en la recepción del Hotel Pekín.



 
Hotel Pekin y estatua de Maiakovsky



A mediodía nuestro chofer nos recogía en el Hotel. De allí a la Embajada a por el visado y, finalmente, al Aeropuerto Domodedovo. Empezaba nuestra despedida de Moscú, nuestro adiós a Rusia.

La despedida, en realidad, empezaba en Volgogrado cuatro días antes. Había sido muy emotiva y apresurada. Svetlana, tan eficiente, no podía consentir que el pasaporte de nuestro hijo tardará más que el de un pareja de canadienses que iba a conseguir terminar los trámites un día antes que nosotros.


El jueves 21 por la mañana nos llamó para decirnos que lo había conseguido. Todo estaba terminado: por fin teníamos el pasaporte y la autorización de salida a nuestra disposición. Ya no nos retenía nada en la ciudad. Hablamos con la Agencia de Viajes, y, no sin mucho esfuerzo, pudieron cambiarnos los pasajes de avión a Moscú y el alojamiento. Si todo iba bien, en Moscú, el personal de la ECAI tendría el viernes 22 y el sábado 23 para traducir toda la documentación y conseguir tener el visado de entrada el mismo lunes, por lo que también podríamos adelantar el vuelo de regreso a casa. Todo estaba cada vez más cerca.

Apresuradamente preparamos el equipaje, confirmamos las reservas y confirmamos la hora de salida. Comer apresuradamente, revisar la habitación apresuradamente, descansar apresuradamente. A las 7 de la tarde Svetlana llegaba para acompañarnos al Aeropuerto Gumrak de Volgogrado. Los rusos siempre llegan al aeropuerto con dos horas de antelación, como mínimo. Esta despedida era distinta a la del mes de marzo. Nos vamos con mucha nostalgia de todo lo que hemos vivido en esta maravillosa parte del mundo, de los amigos que dejamos atrás.
En el hotel, Svetlana nos comunica las últimas instrucciones y nos da las últimas recomendaciones. Casi no podemos darle las gracias como se merece. El nudo en la garganta y el pellizco en el estómago nos acompañan ya desde hace varias horas. Un último regalo, un último suspiro.

El avión venía con retraso y en lugar de a las 9 de la noche previstas, salimos ceca de la medianoche. Hasta que se confirme esta nueva hora de salida Svetlana se quedará con nosotros, ya facturado el equipaje (esta vez sin sobrepeso, al repartirlo ahora todo entre tres). Salimos y paseamos en las áreas abiertas del aeropuerto, intentando pasar lo mejor posible el tiempo de espera y sobrellevando, además, el sofocante calor que invade la tarde de Volgogrado.

Cuando vamos a embarcar el corazón nos da un vuelco. En estos quince días que hemos estado en Volgogrado hemos tenido experiencias inolvidables. El regreso a la casa cuna y abrazar de nuevo a nuestro hijo. Jugar con él, estableces lazos, aprender a comunicarnos. Aprender a querernos. El temido Juicio, el papeleo, las entrevistas con los médicos, la psicóloga, la logopeda, las cuidadoras. Los abrazos, los besos. La maravillosa rutina. Las visitas al Volga, los paseos, el Museo Panorama. Las comidas. La salida al fotógrafo, los juegos con los globos. Los primeros dibujos animados. La despedida de la casa cuna. Las lágrimas de las Ñañas. Los besos y los abrazos. La primera despedida ¡Parece mentira! Y esos diez minutos de coche, durante una tórrida siesta de la estepa rusa, con más de 40 º C, recorriendo la distancia entre la casa cuna y el Hotel Volgogrado. Expectantes y temerosos. Los ojos y el alma abierta. Apretando bien nuestras manos.

Pero ahora estábamos a la espera en el aeropuerto ¡Qué lejos queda todo! Parece mentira que el niño solo llevara dos noches con nosotros. Quien nos hubiera visto en el Paseo de los Héroes, en los parquecitos cercanos al Hotel, en el paseo del Volga podría decir que llevábamos toda la vida juntos. Una familia más paseando con su hijo, una familia más haciendo la compra, una familia más dispuesta a tomar un avión. Una mirada atrás, el último abrazo y un último deseo que es la promesa, la primera, de un pronto regreso. Adiós Volgogrado, adiós, Svetlana, hasta pronto le digo al oído a mi hijo, mientras miramos por la ventanilla del avión, y, aunque no me entiende, me mira como si sintiera lo mismo que yo. ¡Adiós! Y en la cara de mi hijo y en su cuerpo percibo como el avión alcanza el cielo con destino a Moscú.

Ya en Moscú, al llegar de noche, con tanto tráfico, tantas luces, tantos edificios grandes, los ojos más abiertos si cabe, suspirando a veces y otras, aferrándose más fuerte a nuestros brazos, para, finalmente, caer rendido a doscientos metros del Hotel Pekín. Cuatro calurosos días para disfrutar, para perdernos en el metro, visitar las murallas del Kremlin, la tumba de Lenin, juguetear en los jardines del Teatro Tchaikosky o bajar por la calle Tverskaya hasta la Plaza Roja.

Pero ya todo ha pasado. Lo recuerdo todo en el trayecto desde la embajada al aeropuerto, lo recuerdo en el aeropuerto, lo recuerdo en el avión a Madrid, en Barajas y en el avión a Sevilla. Como si hubiera pasado mucho tiempo, como si todo acabase de ocurrir.


Facturar las maletas, recorrer el aeropuerto, despedirnos de Catalina, pasar el primer control y acceder a la zona internacional. Las miradas de sospecha del joven policía que comprobaba certificados de nacimiento, adopción, pasaportes y sentencias judiciales, sin acabar de creerse que un niño pudiera viajar con tantos papeles. Los eternos cinco minutos que tardó en consultar el procedimiento a seguir y la sonrisa amable que nos dirigió cuando nos franqueó el paso. Otro paso, uno más. Otro vuelco en el corazón. Otro suspiro más. Esperar un poco más y embarcar. La voz amable de la azafata hablándonos en español.

El despegue. Otro suspiro. Las eternas cinco horas de vuelo, que se aligeraron cuando al fin el sueño venció. Tomar tierra y recorrer Barajas hasta llegar a la zona de vuelos nacionales. Pasar la frontera. Otro paso más, y una nueva cara amable dándonos la bienvenida. Ya queda menos. Solo dos horas más. Llamar por teléfono. Hablar con la familia, con el padrino. Todo está preparado para que nos recojan en el Aeropuerto de Sevilla. Ya llegamos.



Llaman para nuestro vuelo, embarcamos y la hora y pico de vuelo se hace cortísima, divertida. Nos acercamos a Sevilla.



¡Mira, el puente del Alamillo, allí está la casa!

No dejamos de mirar por la ventana. Y con el cambio del día, del 25 al 26, Santa Ana, el avión toma tierra. Felicidades mami. Una amable señora nos felicita por lo bien que Nino se ha portado (Ana y yo, con la mirada, nos decimos que menos mal que la señora no viajó con nosotros desde Moscú, y nos reímos). Dejamos el avión, vamos a por el equipaje y al pasar el control la agente me para y pasa las maletas por el escáner, e, indulgente, me deja continuar con el caviar y el vodka de más que traemos. Al fondo, las puertas se abren al paso de la gente. Nino casi se duerme. Y vemos a la familia que ha venido a recibirnos. Tantos días, tantos pasos, tantas emociones que todas se agolpan en el primer abrazo, en los besos que le siguen y en las atropelladas palabras que apenas podemos decir. Abrimos la puerta y estamos en casa.



Parece mentira que haya pasado un año, tan intenso y hermoso, como si fuera ayer.

jueves, 19 de julio de 2012

¡Y llegó el sol!

Pues hace un año ya. Y el sol llegó a nuestras vidas, llenándolo todo de calor y color. Como pasa el tiempo.

Un año intensísimo, lleno de cambios, de dificultades, de esfuerzo, de pequeños fracasos, y de muchos, muchos aciertos, pero siempre pleno de amor y felicidad.

¡Ay, cariño! ¡Fue un largo y solitario invierno, pero ahora parece como si siempre hubieras estado aquí!